miércoles, 27 de marzo de 2019

El cazador de hombres

A cada disparo era como si pudiera oír la bala atravesando el cráneo del enemigo, aunque el objetivo se encontrara a 600 metros». Tan contundente, seco y mortal como los proyectiles salidos de la boca de su 'Moisin-Nagant 1891/30', Vasili Záitsev, el legendario francotirador ruso de la batalla de Stalingrado, rememora su mortal misión en un libro de memorias que ahora edita 'Crítica'.
En lo suyo, Vasili Grigórievich Záitsev (1915-1991) fue bueno, muy bueno. Antes de caer herido y perder la visión de forma temporal, mató a 242 militares alemanes, incluidos 11 francotiradores -sus principales objetivos-, durante su tiempo que sirvió en Stalingrado, actual Volgogrado. Fueron apenas cinco semanas en el otoño-invierno de 1942. «Mataba a cuatro o cinco alemanes todos los días», reconoce, orgulloso. La biografía, escrita al estilo de las Hazañas Bélicas de Bóixcar y trufada de detalles sangrientos, despide un indudable tufillo a doctrina bolchevique, pero sumerge a los lectores con evidente realismo en las carnicerías, miserias y degollinas del cerco de Stalingrado, la tumba del VI Ejército alemán.
Záitsev, que fue condecorado con la Estrella de Oro de Héroe de la Unión Soviética, no ahorra detalles. Desde su primer combate, desde su primer muerto. En un cuerpo a cuerpo, perdido el fusil, la pala y la bayoneta, el soldado estrangula con sus manos a un fusilero alemán. «Finalmente dejó de forcejear y noté un olor nauseabundo, en el momento de morir se había defecado encima», escribe sin ningún pudor 'Nievi', su alias.
El francotirador nacido en los Urales fue tomado como modelo para la película 'Enemigo a las puertas', en la que Jean Jacques Annaud retrata el duelo (inventado) entre Záitsev y un tirador escogido de las unidades de montaña alemanas, las Gebirgs-Division, inconfundibles con la flor edelweiss en sus insignias. Pero, claro, Záitsev, un tipo chaparro, con cara de hogaza y hombros de leñador, poco tiene que ver con los verdes ojos y los finos rasgos de Jude Law. Y el duelo con el metódico francotirador alemán encarnado por Ed Harris, llegado ex profeso desde Berlín para terminar con la leyenda de Záitsev, fue purita propaganda soviética, según los historiadores de la II Guerra Mundial.
Las memorias de Záitsev, sacan a la luz la oscura tarea de los francotiradores. Contra lo que se cree, raramente actuaban en solitario. Por lo común, como hacen hoy los 'snipers', se desplegaban en parejas. Uno de ellos hacía de apuntador (usaba prismáticos para localizar los blancos y, sobre todo, periscopios en las trincheras enemigas y entre las ruinas industriales de la ciudad sitiada), mientras que el otro disparaba. En Stalingrado, lo común es que se desplegaran partidas compuestas por tres parejas de fracontiradores.
A la hora de matar al enemigo, todo vale, preconiza Záitsev. Usaban cebos, muñecos, mostraban gorras y cascos para el tirador contrario se delatara, perforaban sus bidones de agua para atormentarles de sed y obligarles a salir de sus parapetos. 'Nievi' usaba pastillas de benzedrina para no dormir durante sus recechos y señuelos para encelar al enemigo: Záitsev cuenta la anécdota de cómo encendió la codicia de un soldado nazi con un reloj de oro que usó como anzuelo.
Con su fusil 'Moisin-Nagant' -al que había modificado el cerrojo para hacerlo vertical y mucho más grande que el reglamentario y así evitar que se enganchara-, y su visor lente P. E. de 4 aumentos, este pastor de los Urales enrolado en la Marina y que siempre vistió bajo su uniforme la camiseta de rayas blanquiazules (telniaskha), demostró desde el primer momento sus cualidades como tirador de élite del Ejército Rojo: a los diez días de su entrada en combate había acabado ya con 40 soldados nazis. Aunque, claro, el gigante sóviet, basado en la burocracia, privó a Záitsev de sus primeros 'trofeos'. Todas las bajas provocadas por los francotiradores rusos debían verificarse mediante la cumplimentación de unos formularios con la descripción del combate, en los que había que estampar la firma del tirador y de un testigo.
Pero su principal cualidad para acabar con el enemigo era la paciencia. «Observar atentamente y tener templanza», resume el cazador de hombres.
En un pasaje de sus memorias, Záitsev impide a su equipo disparar contra unos oficiales que se lavaban, tranquilos y confiados, junto a una trinchera. «Esos tipos son solo tenientes. Si malgastamos balas con los oficiales inferiores, los peces gordos nunca asomarán la cabeza», les aleccionaba. El grupo continuó acechando la posición durante días, hasta que por fin aparecieron un francotirador con un «precioso fusil de caza», un mayor con la Cruz de Caballero con Hojas de Roble y un coronel fumando un cigarrillo sujeto a una larga boquilla. «Apuntamos a la cabeza, como exige el manual y cuatro de los nazis cayeron al suelo expirando el último aliento», señala sin asomo de arrepentimiento.
Záitsev comienza sus memorias con un viaje a su infancia en los Urales y recordando a su abuelo. Él fue quien le regaló su primera escopeta. «Nos embadurnábamos con aceite de tejón. Olíamos a animal y por eso los animales del bosque no se asustaban». Así aprendió a camuflarse, a resistir horas y horas quieto bajo un frío glacial, a ser duro y a no malgastar un cartucho. Ni con los lobos ni con los hombres. «Usa cada bala a conciencia, Vasili», le instruía el viejo.
En las cloacas
Era un hombre de la taiga, acostumbrado a vivir de lo que cazaba, pero Záitsev estudió contabilidad y también trabajó como inspector de seguros. Ya talludito fue llamado a filas y se enroló en la Marina en la flota del Pacífico. Más que el olor del papirosa (el cigarrillo ruso de enorme filtro de cartón), cuando llega a Stalingrado con la 284º División de Fusileros, Záitsev recuerda la peste a carne quemada provocada por los lanzallamas de los alemanes. «La ciudad parecía un infierno de llamas y azufre, los edificios quemados brillaban como tizones y los incendios consumían hombres y máquinas», escribe. Era el 22 de septiembre de 1942.
Le mandan a limpiar de nazis las instalaciones de la fábrica Octubre Rojo de Stalingrado. Allí se desarrolla la ratenkrieg (la guerra de las ratas), donde los soldados se despliegan entre las tuberías, los sótanos y las alcantarillas de la factoría, matando cuerpo a cuerpo. Con tres disparos de su fusil estándar de infantería acaba con los servidores de una ametralladora nazi. Sus superiores enseguida se dan cuenta de su puntería, le entregan un rifle de francotirador e inicia su carrera. Cinco semanas de sufrimiento, muerte y gloria... hasta que es alcanzado por la metralla en la cara y pierde la visión.
Los mandos soviéticos lo evacúan a toda prisa de la primera línea y lo mandan al hospital. Convertido en una leyenda, jamás volverá a las trincheras y será destinado a la instrucción de nuevos francotiradores, a los que tratará de contagiar su carácter y sus deseos de venganza contra «las serpientes» que invaden la patria. Con los años, hasta aparecerá en una canción. En 'Ojalá', Silvio Rodríguez ruega que Záitsev termine con un disparo el recuerdo de la amada: «Ojalá pase algo que te borre de pronto: Una luz cegadora. Un disparo de 'Nievi', ojalá por lo menos que me lleve la muerte...».
El mismo Silvio desmiente este mito, sin embargo en la versión que aparece en el disco Al Final de este Viaje, pareciera decir Nievi. Pero la palabra de Silvio derriba el mito por más lógico que este parezca.



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